El cuerpo vive, el alma yace
Fueron
dos cuerpos bajo la sábana,
el
rastro de saliva en dos copas de vino
que
no se bebieron entero
a
pesar de su sabor exquisito.
Fueron
cuatro ojos deseando dos pieles,
dos
eternidades
y
dos pedazos de tierra
en
los que se agrietara el mundo
para
caer en esa brecha
y
congelarse en el tiempo.
Fueron
los hijos que se pensaron
y
que nunca se tuvieron
-quizá
con otros amantes
en otra vida que arrastraba pasado-;
la
casa que podía ser propiedad
-algún
día-
de
dos corazones que vieron
con
el tiempo,
cómo
la demolía el Estado.
Fueron
los viajes que hicieron
y
los que no
-siempre
pesa más lo que no-,
el
champagne que se descorchó
y
el que no,
los
besos que se dieron
como
si el mundo fuera a quebrar,
pero
sobre todo fueron los que no se dieron.
Dos
almas que fueron
lamentan
y vagan como espectros
no
por lo que fueron,
sino
por lo que ya no.
A
veces los finales no acaban en tragedia,
pero
el tiempo y la memoria
-incluso
el anhelo-
sí
lo añoran
trágico.
Dos
pieles que ardieron
como
una sola,
dos
mentes que deseaban
-verdaderamente
deseaban-
que
la Tierra se hundiera con ellos;
dos
seres que se palpaban
e
irradiaban amor
para
cubrir un edificio entero,
ya
no existen.
Existen
sus cuerpos
encabezando
otras historias
-tal
vez más fáciles-,
otras
familias,
otra
casa en propiedad
otro
trabajo
e
incluso otra voz
-alguna
cana nueva con el tiempo-.
El
mundo no se agrietó,
la
vida continuó
para
dos amantes
que
no sabían ser sin el otro,
y
no se equivocaron;
sus
cuerpos se alejaron,
continuaron latiendo
pero
sus corazones viven
en
aquella noche
en
la que casi el mundo,
verdaderamente,
se
rompía.
Incontables
años habitando un cuerpo
en
el que ya no reside un alma…
en
la delirante hipótesis
del
fin del mundo.
Ahí
yacen.
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