viernes, 11 de marzo de 2022

El cuerpo vive, el alma yace

 
Fueron dos cuerpos bajo la sábana,
el rastro de saliva en dos copas de vino
que no se bebieron entero
a pesar de su sabor exquisito.
 
Fueron cuatro ojos deseando dos pieles,
dos eternidades
y dos pedazos de tierra
en los que se agrietara el mundo
para caer en esa brecha
y congelarse en el tiempo.
 
Fueron los hijos que se pensaron
y que nunca se tuvieron
-quizá con otros amantes
  en otra vida que arrastraba pasado-;
la casa que podía ser propiedad
-algún día-
de dos corazones que vieron
con el tiempo,
cómo la demolía el Estado. 
 
Fueron los viajes que hicieron
y los que no
-siempre pesa más lo que no-,
el champagne que se descorchó
y el que no,
los besos que se dieron
como si el mundo fuera a quebrar,
pero sobre todo fueron los que no se dieron.
 
Dos almas que fueron
lamentan y vagan como espectros
no por lo que fueron,
sino por lo que ya no.
 
A veces los finales no acaban en tragedia,
pero el tiempo y la memoria
-incluso el anhelo-
sí lo añoran
trágico.
 
Dos pieles que ardieron
como una sola,
dos mentes que deseaban
-verdaderamente deseaban-
que la Tierra se hundiera con ellos;
dos seres que se palpaban
e irradiaban amor
para cubrir un edificio entero,
ya no existen.
 
Existen sus cuerpos
encabezando otras historias
-tal vez más fáciles-,
otras familias,
otra casa en propiedad
otro trabajo
e incluso otra voz
-alguna cana nueva con el tiempo-.
 
El mundo no se agrietó,
la vida continuó
para dos amantes
que no sabían ser sin el otro,
y no se equivocaron;
sus cuerpos se alejaron,
 continuaron latiendo
pero sus corazones viven
en aquella noche
en la que casi el mundo,
verdaderamente,
se rompía.
 
Incontables años habitando un cuerpo
en el que ya no reside un alma…
 
en la delirante hipótesis
del fin del mundo.
 
Ahí yacen.

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