Setenta y seis noches
apretando los ojos
y sacudiendo de recuerdos
-quién sabe si buenos-
a mi cabeza;
imaginándome
tan pequeñita
y tan vulnerable
a tu lado,
tan protegida;
en esa cama del hueco en el centro
que de lo único
que (nos) servía
era para juntar nuestros oxígenos
en una sonata
para piano.
Setenta y siete días
apretando los dientes
para sangrarme alguna encía
y saborear, así
tu pérdida
y mi derrota
-que en este caso
viene a ser lo mismo-;
saborear, así también
la nulidad de mis instintos
más naturales;
la voluntad de mis pálpitos
-que ya son sólo los últimos soplos
de un corazón roto-,
como dice esa canción
que una vez sonó
en el coche de nuestras huidas.
Y ya no sé
en cuántas horas traspasar
todos esos días
si desde entonces,
mi conciencia sólo trabaja
con una rabia
que tiene más de un talón de Aquiles.
Qué poco valor
tendrá últimamente
el tiempo,
para mí,
si en mi cabeza
aún son las siete de la tarde
de un trece de abril
con el billete sellado para no volver nunca
a lo que ayer
-un ayer en mi cabeza,
y no ahora-
daba sentido a mi vida.
A lo que ayer
ponía a prueba a mis instintos
-sabiendo que siempre iban a perder-;
a mi rabia más incontenida;
a las musas de mi cabeza
-con rizos y cara de hombre-,
al salvavidas de hacerme vieja,
y al sabor del dulce.
De leche.
Con un poco de caramelo,
y dos cucharillas;
por favor.
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